domingo, 16 de septiembre de 2007

El nombre de la rosa

Malaquías le mostró las anotaciones que había junto a cada título. Leí: iii, IV gradus, V in prima graecorum; ii, V gradus, VII in tertia anglorum, etc. Comprendí que el primer número indicaba la posición del libro en el anaquel o gradus, que a su vez estaba indicado por el segundo número, mientras que el tercero indicaba el armario, y también comprendí que las otras expresiones designaban una habitación o un pasillo de la biblioteca, y me atreví a pedir más detalles sobre esas últimas distinciones. Malaquías me miró severamente:
- Quizá no sepáis, o hayáis olvidado, que sólo el bibliotecario tiene acceso a la biblioteca. por tanto, es justo y suficiente que sólo el bibliotecario sepa descifrar estas cosas.

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Para aquellos hombres consagrados a la escritura, la biblioteca era el mismo tiempo la Jerusalén celestial y un mundo subterráneo situado en la frontera de la tierra desconocida y el infierno. estaban dominados por la biblioteca, por sus promesas y sus interdicciones. vivían con ella, por ella y, quizá, también contra ella, esperando, pecaminosamente, poder arrancarle algún día todos sus secretos. ¿Por qué no iban a arriesgarse a morir para satisfacer alguna curiosidad de su mente, o a matar para impedir que alguien se apoderase de cierto secreto celosamente custodiado?

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Hasta entonces había creído que todo libro hablaba de las cosas, humanas o divinas, que están fuera de los libros. De pronto comprendí que a menudo los libros hablan de libros, o sea que es casi como si hablasen entre sí. A la luz de esa reflexión, la biblioteca me pareció aún más inquietante. Así que era el ámbito de un largo y secular murmullo, de un diálogo imperceptible entre pergaminos, una cosa viva, un receptáculo de poderes que una mente humana era incapaz de dominar, un tesoro de secretos emanados de innumerables mentes, que habían sobrevivido a la muerte de quienes los habían producido, o de quienes los habían ido transmitiendo.

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Nos detuvimos a curiosear en los armaria, y, ahora que -con sus nuevas lentes calzadas en la nariz- podía demorarse leyendo los libros, Guillermo prorrumpía en exclamaciones de júbilo cada vez que descubría otro título, ya fuese porque conocía la obra, porque hacía tiempo que la buscaba o, por último, porque nunca la había oído mencionar y eso excitaba al máximo su curiosidad. En suma, cada libro era para él como un animal fabuloso encontrado en una tierra desconocida.

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El bien de un libro consiste en ser leído. Un libro está hecho de signos que hablan de otors signos, que, a su vez, hablan de las cosas. Sin unos ojos que lo lean, un libro contiene signos que no producen conceptos. Y por tanto, es mudo.

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¿Cómo podía ser que aquel día la Coena hubiese reaparecido con tal nitidez durante mi sueño? Siempre había pensado que los sueños eran mensajes divinos, o en todo caso absurdos balbuceos de la memoria dormida, a propósito de cosas sucedidas durante la vigilia. Pero ahora me daba cuenta de que también podemos soñar con libros, y, por tanto, también podemos soñar con sueños.

Fragmentos extraídos de El nombre de la rosa de Umberto Eco

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